miércoles, 7 de septiembre de 2011

El infinitivo de nuestro verbo acuna nuestros corazones.

Me gustan los girasoles, cariño, y me regalaste un campo en tu mirada, tan bosque tú, tan pradera, que vi tus ojos anaranjados y verdes. Me abracé a sus colores aspirando el olor vibrante de tus pupilas y las salté convertida en una niña traviesa y juguetona. Caía la tarde mientras deshojaba mi boca cientos, miles de pétalos, arropándolos, tibios, entre los labios, y sabías a primavera y a luz, al crepúsculo inmediato que intentaban retardar mis ansias y que, cuando entorné los párpados, era tan cierto como el perfume fugaz de ese mirar tuyo tornasolado que se llevó la noche.